viernes, 5 de septiembre de 2014

Cualidades del cuerpo glorioso.

Para el conocimiento de los temas referidos a la escatología,al conocimiento de todo lo relativo al más allá, es decir, a saber qué es lo que nos espera, disponemos de muy pocos datos revelados por el Señor, bien sea por medio de las revelaciones evangélicas, que son revelaciones de carácter público, o por medio de revelaciones de carácter privado hechas por el Señor a determinadas personas que generalmente, hoy en día están canonizadas. El ser humano, como sabemos, está formado por un “todo” de carne y espíritu. El espíritu o alma humana es inmortal, y cuando abandonemos este mundo, el alma nuestra alma, no fenecerá y más tarde, en la Parusia, ella se unirá al cuerpo resucitado, para volver a formar ese “todo”, que es la persona humana. El Señor nos dejó dicho: “Yo soy la resurrección y la Vida; el que cree en Mi, aun cuando hubiese muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en Mi, no morirá para siempre”. (Jn 11, 25). Y también que: “… llegará la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán su voz y saldrán; los que hicieron el bien resucitarán para la vida, y los que hicieron el mal resucitarán para la condenación”. (Jn 5,28-29). Lo que resulta pues incuestionable, es la llamada “resurrección de la carne”, pues si esta no se efectuase, la muerte no habría sido vencida para todos nosotros, sino solo para el Señor y su Madre, que ya gozan de un cuerpo glorioso. La cuestión o pregunta que nos hacemos es: ¿Cómo será ese nuevo cuerpo que obtengamos? ¿Será el mismo exactamente? ¿Qué cualidades tendrá? San Pablo en la primera epístola a los Corintios, nos dice, que: “… se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual. Pues si hay un cuerpo natural, hay también un cuerpo espiritual. En efecto, así es como dice la Escritura: Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida. Más no es lo espiritual lo que primero aparece, sino lo natural; luego, lo espiritual. El primer hombre, salido de la tierra, es terreno; el segundo, viene del cielo. Como el hombre terreno, así son los hombres terrenos; como el celeste, así serán los celestes”. (1Co 15,43-48). La resurrección no es la recuperación del cuerpo abandonado por el alma, ni tampoco la continuación de la vida anterior, sino el principio de una vida nueva. El error de los ilustrados saduceos, consistía en que no podían imaginar la resurrección, más que como la restauración de la vida corporal interrumpida por la muerte. Cristo les dice que el cuerpo resucitado y el antiguo cuerpo existen de maneras distintas. Ser resucitado no significa, por tanto, continuar o reanudar sin fin, para siempre la existencia terrena. Con su inagotable fuerza creadora, Dios resucitará a los hombres con otro cuerpo distinto e imposible de describir con los medios de nuestro conocimiento actual. Entre la existencia terrena y la existencia del resucitado hay, sin duda, una relación, pero a la vez se extiende entre ambas formas de existencia un abismo imposible de traspasar con las fuerzas humanas. La resurrección de nuestro cuerpo será hecha en la medida que sea necesaria, para que el nuevo cuero, el cuerpo glorioso, sea capaz de soportar la gloria del alma, por lo que exactamente nuestro cuerpo glorioso no será igual al que actualmente tenemos. El alma ya invadida del fuego del Amor a Dios que ha recibido de la contemplación de la Luz divina, necesita de otro soporte, de otra vasija, de otro cuerpo apto para soportar nuestra alma transformada, por este Amor divino que habrá recibido, porque tal como nos dice el teólogo dominico Royo Marín: Mil veces por encima de la gloria del cuerpo, está la gloria del alma. El alma vale mucho más que el cuerpo. Acá en la tierra, el mundo, el demonio y la carne no nos lo dejan ver. En el otro mundo veremos todo con toda claridad. El cardenal Ratzinger, hoy Benedicto XVI, escribía: “Ante todo, no es necesaria la misma materia para que el cuerpo pueda ser considerado el mismo”, y ha hecho notar que toda la Tradición eclesiástica (doctrinal y litúrgica) impone, como limitación, que el cuerpo resucitado debe incluir las “reliquias” del antiguo cuerpo terreno si todavía, al realizarse la resurrección, existen en cuanto tales”. En otras palabras, el dogma de la resurrección implica una transformación del cuerpo: de forma que siendo el mismo, no será exactamente el mismo. El magisterio de la Iglesia ha insistido fuertemente en la identidad del cuerpo resucitado, pero no ha explicado, que se requiere para que el cuerpo resucitado sea numéricamente el mismo. Este tema puede tener su importancia en relación a las incineraciones, tan de moda últimamente, pero a las cuales la Iglesia no se ha opuesto. En todo caso, sobre las propiedades o cualidades de un cuerpo humano glorificado, poco nos dicen las Escrituras y la escatología. Ambas se apoyan en la similitud no identidad, que el cuerpo humano glorificado tendrá con el de Cristo. El cuerpo glorioso del resucitado, ya no estará esclavizado a las leyes del espacio y del tiempo, aunque al igual que el de Cristo quedará unido de algún modo al espacio y al tiempo. San Pablo, en la epístola a los Corintios enumera como propiedades del cuerpo resucitado: Está dotado de perennidad, fuerza y gloria, es decir, inmortalidad, ya que al igual que los ángeles estarán dotados de vida inmortal, y carecerán de la angustia de morir. Fuerza o fortaleza, porque según San Pablo, esta es una característica de toda actuación de Dios. El hecho de que la atribuya al cuerpo resucitado significa que ese cuerpo está lleno del omnipotente fuego del amor divino y de la validez de la verdad celestial. El cuerpo resucitado será además glorioso y bello. La gloria es, según las Escrituras, una propiedad de Dios y de Cristo resucitado. Sobre el cuerpo resucitado se extiende también la gloria de Cristo El cuerpo glorioso pertenecerá a la vida celestial y no a la terrestre. Estará lleno del esplendor que vieron los apóstoles cuando se les apareció el Señor glorificado, o la claridad de la llamada “luz tabórica”, que vieron los tres discípulos, en la cumbre del monte Tabor. También se hace referencia en las Escrituras, a esta luz en el Éxodo, cuando nos relata el velo que se ponía Moisés en el rostro, en sus visitas a la tiende del encuentro en el Sinaí. Es esta una abundancia y plenitud de luz que los ojos humanos no pueden resistir ya que como dicen las escrituras: Los justos lucirán como soles (Mt 13,14). De acuerdo con la doctrina tradicional, los cuerpos resucitados y gloriosos estarán tan empapados por el alma que gozarán de muchas cualidades espirituales similares a las que tuvo el cuerpo resucitado del Señor. Las cuatro propiedades tradicionales, serán pues resumiendo: Impasibilidad, ya no sufren dolores ni muerte. Agilidad, para ir donde el alma desee. Sutileza, capaces de atravesar cuerpos materiales. Claridad, serán brillantes, con una belleza radiante de esplendor que variará según la santidad que cada uno alcanzó en esta vida. En cuanto a los cuerpos de los condenados, también estos resucitarán y tendrán propiedades diferentes de los cuerpos actuales. Pero no serán glorificados. Por ejemplo, serán inmortales pero sufrirán dolores y carecerán de esplendor. Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga. fuente http://www.religionenlibertad.com/articulo.asp?idarticulo=4109&mes=8&ano=2012

lunes, 1 de septiembre de 2014

(281) Liturgia –17. Eucaristía, 12. La comunión (c), frecuencia conveniente y efectos

–Este tema es sin duda más gordo que los otros que ha tratado sobre la comunión. –Bueno, casi mejor digamos que es más importante, más grave y transcendente. –La frecuencia de la comunión, actitudes diversas durante siglos En la antigüedad cristiana, sobre todo en los siglos III y IV, hay numerosas huellas documentales que hacen pensar en la normalidad de la comunión diaria. Los fieles cristianos más piadosos, respondiendo sencillamente a la voluntad expresada por Cristo, «tomad y comed, tomad y bebed», veían en la comunión sacramental el modo normal de consumar su participación en el sacrificio eucarístico. Sólo los catecúmenos o los pecadores sujetos a disciplina penitencial se veían privados de ella. Pronto, sin embargo, incluso en el monacato naciente, este criterio tradicional se debilita en la práctica o se pone en duda por diversas causas. La doctrina de San Agustín y de Santo Tomás podrán mostrarnos autorizadamente esta diversidad de prácticas. Santo Tomás (+1274), tan respetuoso siempre con la tradición patrística y conciliar, examina la licitud de la comunión diaria, adivirtiendo que, por parte del sacramento, es claro que «es conveniente recibirlo todos los días, para recibir a diario su fruto». En cambio, por parte de quienes comulgan, «no es conveniente a todos acercarse diariamente al sacramento, sino sólo las veces que se encuentren preparados para ello. Conforme a esto se lee [en Genadio de Marsella, +500]: “ni alabo ni critico el recibir todos los días la comunión eucarística”» (STh III,80,10). Y en ese mismo texto Santo Tomás precisa mejor su pensamiento sobre la frecuencia de la comunión: «El amor enciende en nosotros el deseo de recibirlo, y del temor nace la humildad de reverenciarlo. Las dos cosas, tomarlo a diario y abstenerse alguna vez, son indicios de reverencia hacia la eucaristía. Por eso dice San Agustín [+430]: “cada uno obre en esto según le dicte su fe piadosamente; pues no altercaron Zaqueo y el Centurión por recibir uno, gozoso, al Señor, y por decir el otro: “no soy digno de que entres bajo mi techo”. Los dos glorificaron al Salvador, aunque no de una misma manera. Con todo, el amor y la esperanza, a los que siempre nos invita la Escritura, son preferibles al temor. Por eso, al decir Pedro “apártate de mí, Señor, que soy hombre pecador”, responde Jesús: “no temas”» (ib. ad 3m). –Durante muchos siglos la comunión fue infrecuente Prevaleció en la Iglesia durante mucho tiempo, incluso en los ambientes más fervorosos, la comunión poco frecuente, practicada sólo en algunas fiestas señaladas del Año litúrgico. O la comunión mensual o semanal, siempre con el permiso del confesor, y normalmente precedida por el sacramento de la penitencia. Recordemos un ejemplo. Bien conocemos la inmensa devoción de Santa Clara de Asís a la Eucaristía (1193-1993). La tradición iconográfica nos la representa siempre con la Custodia en la mano. Pues bien, en la llamada Regla propia de Santa Clara se establece que las hermanas «se confiesen al menos doce veces al año, con permiso de la abadesa… y comulguen siete veces; a saber: el día del nacimiento del Señor, el Jueves Santo, el día de la Resurrección del Señor, el de Pentecostés, el de la Asunción de la bienaventurada Virgen [siglos antes de su declaración como dogma], en la fiesta de San Francisco, y en la de Todos los Santos» (Regla III,12-14). Normas como ésta fueron vigentes durante siglos, de un modo u otro, en religiosos y laicos. Nos hacen comprobar, por otra parte, que la confesión frecuente se generalizó entre los más fieles cristianos mucho antes que la comunión frecuente. La tendencia a demorar mucho las comuniones eucarísticas se acentuó aún más, hasta el error, con el jansenismo. Por eso, sin duda, uno de los actos más valiosos realizados por el Magisterio pontificio en la historia de la Iglesia es el decreto de San Pío X Sacra Tridentina Synodus (20-XII-1905). –San Pío X recomienda en él la comunión frecuente y aun diaria, bajo determinadas condiciones, unificando así antiguas y venerables tradiciones, aunque nunca unánimes y universales, y saliendo en contra al mismo tiempo en contra del rigorismo jansenista. Resumo el decreto. «El deseo de Jesucristo y de la Iglesia de que todos los fieles se acerquen diariamente al sagrado convite se cifra principalmente en que los fieles, unidos con Dios por medio del sacramento, tomen de ahí fuerza para reprimir la concupiscencia, para borrar las culpas leves que diariamente ocurren, y para precaver los pecados graves a que la fragilidad humana está expuesta; pero no principalmente para mirar por el honor y reverencia del Señor, ni para que ello sea paga o premio de las virtudes de quienes comulgan. De ahí que el santo Concilio de Trento llama a la eucaristía “antídoto con que nos libramos de las culpas cotidianas y nos preservamos de los pecados mortales"». Según esto: «1. La comunión frecuente y cotidiana… esté permitida a todos los fieles de Cristo de cualquier orden y condición, de suerte que a nadie se le puede impedir, con tal que esté en estado de gracia y se acerque a la sagrada mesa con recta y piadosa intención. «2. La recta intención consiste en que quien se acerca a la sagrada mesa no lo haga por rutina, por vanidad o por respetos humanos, sino para cumplir la voluntad de Dios, unirse más estrechamente con Él por la caridad, y remediar las propias flaquezas y defectos con esa divina medicina. «3. Aun cuando conviene sobremanera que quienes reciben frecuente y hasta diariamente la comunión estén libres de pecados veniales, por lo menos de los plenamente deliberados, y del apego a ellos, basta sin embargo que no tengan culpas mortales, con propósito de no pecar más en adelante… «4. Ha de procurarse que a la sagrada comunión preceda una diligente preparación y le siga la conveniente acción de gracias, según las fuerzas, condición y deberes de cada uno. «5. Debe pedirse consejo al confesor. Procuren, sin embargo, los confesores no apartar a nadie de la comunión frecuente o cotidiana, con tal que se halle en estado de gracia y se acerque con rectitud de intención» (Denz 3375-3383). Comentario al decreto de San Pío X Adviértase que, al considerar la cuestión, San Pío X, con lucidez de Papa y de Santo, indica ante todo «el deseo de Jesucristo» de unirse a los fieles con frecuencia en ese abrazo inefable de la comunión eucarística… Eso es lo más importante… ¿Cómo no salir a su encuentro para consumar frecuentemente esa perfecta unión eucarística deseada por nuestro Señor y Salvador? 1 y 2.- Basta el estado de gracia y la recta intención para comulgar con frecuencia. La recta intención, descrita por el Papa con precisión, excluye la rutina, la vanidad, los respetos humanos. 3.- Esta condición tercera muy frecuentemente es ignorada y es desobedecida. Ignorada porque no se predica, y desobedecida porque entre los que comulgan con frecuencia muchos no están «libres de pecados veniales, por lo menos de los plenamente deliberados, y del apego a ellos». Es decir, son comulgantes que se acogen a un permiso dado por el Papa sin cumplir, y sin tener siquiera intención de cumplir, una condición que él indica como «sobremanera conveniente». Obraban bien –y obran bien– aquellos confesores y directores espirituales que no autorizaban o aconsejaban la comunión frecuente a los fieles en los que veían apegos desordenados no combatidos, sino admitidos con clara y habitual conciencia; costumbres malas –aunque no se trate de materias graves– auto-consentidas sin combate espiritual suficiente; es decir, a los fieles en los que no hay ciertamente una voluntad real de ir adelante en el camino de la santidad. A esta exigencia 3ª, propia del amor verdadero al Señor, enseñada por el Papa, añadía él mismo esta consideración: aunque «basta sin embargo que no tengan culpas mortales, con propósito de no pecar más en adelante». Con propósito de no pecar más adelante… ¿Existe ese propósito? El comulgante y su consejero espiritual deberán discernirlo. 4.- También este requisito es muy frecuentemente omitido: tanto la preparación para la comunión como la acción de gracias en no pocos casos son prácticamente inexistentes. 5.- La exigencia del «consejo del confesor» es una condición hoy prácticamente inaplicable, y no sólo por la grave falta de sacerdotes confesores, sino porque la mayoría de éstos –quizá– ignoran las condiciones señaladas en la Sacra Trydentina Synodus para hacer recomendable la comunión frecuente. Según este análisis somero, puede estimarse que el Decreto de San Pío X ha tenido un doble efecto –como ocurre con todas las normas de la Iglesia, cuando no se aplican bien, según su letra y su espíritu–. Ha tenido efectos positivos y otros negativos. Ha sido causa de inmensos beneficios para el pueblo cristiano esa recomendación de la comunión frecuente. Pero también ha sido ocasión de innumerables abusos; pérdida de veneración por la comunión eucarística; comuniones masivas en las comunidades cristianas –por ejemplo, con ocasión de bodas o primeras comuniones–, en las que quizá muchos de los comulgantes no están en gracia de Dios, y probablemente no se han acercado al sacramento de la penitencia durante años. San Pablo habla claramente sobre la posibilidad de comuniones indignas: «Quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, el hombre a sí mismo y entonces coma del pan y beba del cáliz; pues el que sin discernir come y bebe el cuerpo del Señor, se come y bebe su propia condenación. Por esto hay entre vosotros muchos flacos y débiles, y muchos muertos» (1Cor 11,27-29). Atribuye el Apóstol los peores males de la comunidad cristiana de Corinto a un uso abusivo de la comunión eucarística… Esto ha de llevarnos hoy a considerar de nuevo con toda atención el tema de la disposición espiritual que es conveniente para la comunión, y especialmente para la comunión frecuente. Parece claro que en la grave cuestión de la comunión frecuente, la tentación más grave de error es hoy la actitud laxista, y no el rigorismo jansenista, siendo una y otro graves errores. Pero en todo caso, entre ambos extremos de error, la doctrina de la Iglesia católica, tal como está expresada en el decreto de San Pío X, permanece vigente. Hoy «la Iglesia recomienda vivamente a los fieles recibir la santa eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días» (Catecismo 1389). Y lo recomienda, insisto, según las condiciones sabiamente enseñadas por el santo Papa Pío X. –La oración en silencio después de comulgar La práctica devocional de la Iglesia ha dado siempre una importancia muy notable al tiempo de oración después de la comunión. Muchos santos ha recibido gracias muy especiales, a veces decisivas para su vida, en la oración posterior a la comunión. Santa Teresa de Jesús, concretamente, con gran frecuencia recibe en la comunión las gracias más notables de las que refiere: «Me dio el Señor hoy, acabando de comulgar»…, «Habiendo un día comulgado…». Y ya hemos visto cómo San Pío X recomendaba esa «conveniente acción de gracias» posterior a la comunión eucarística, por ser un momento muy especial de gracia. Por eso es aconsejable realizarla fielmente, bien sea en el silencio inmediato a la comunión, que a veces se hace demasiado brevemente, o bien quedándose un rato en la iglesia después de finalizada la misa. Es lo que la Iglesia recomienda. Para que los fieles «puedan perseverar más fácilmente en esta acción de gracias, que de modo eminente se tributa a Dios en la misa, se recomienda a los que han sido alimentados con la sagrada comunión que permanezcan algún tiempo en oración» (Instruc. 1967, Eucharisticum mysterium 38). –Oración post-comunión Después de ese tiempo, más o menos largo, «para terminar la súplica del pueblo de Dios y también para concluir todo el rito de la Comunión, el sacerdote dice la oración después de la comunión, en la que se suplican los frutos del misterio celebrado» (OGMR 89). Estos frutos son incesantemente indicados y pedidos en las oraciones de postcomunión. En efecto, si hacemos una lectura seguida de postcomuniones de la misa, iremos conociendo claramente cuáles son los frutos normales de la participación eucarística, pues lo que pide la Iglesia en esas oraciones, con toda confianza y eficacia, coincide precisamente con lo que el Señor quiere dar en la liturgia de la misa. Esto es lo propio de toda oración litúrgica, que realiza lo que pide. Veamos, a modo de ejemplo, algunas peticiones incluidas en postcomuniones de domingos del Tiempo Ordinario: …«te suplicamos la gracia de poder servirte llevando una vida según tu voluntad» (1). «Alimentados con el mismo pan del cielo, permanezcamos unidos en el mismo amor» (2). «Cuantos hemos recibido tu gracia vivificadora, nos alegremos siempre de este don admirable que nos haces» (3). «Que el pan de vida eterna nos haga crecer continuamente en la fe verdadera» (4). «Concédenos vivir tan unidos en Cristo, que fructifiquemos con gozo para la salvación del mundo» (5). «Busquemos siempre las fuentes de donde brota la vida verdadera» (6). «Alcanzar un día la salvación eterna, cuyas primicias nos has entregado en estos sacramentos» (7; intención frecuente: cf. 20, 26, 30, 31). «Sane nuestras maldades y nos conduzca por el camino del bien» (10). «Que esta comunión en tus misterios, Señor, expresión de nuestra unión contigo, realice la unidad de tu Iglesia» (11). «Condúcenos a perfección tan alta, que en todo sepamos agradarte» (21). «Fortalezca nuestros corazones y nos mueva a servirte en nuestros hermanos» (22). «Sea su fuerza, no nuestro sentimiento, quien mueva nuestra vida» (24). «Nos transformemos en lo que hemos recibido» (27). «Nos hagas participar de su naturaleza divina» (28). «Aumente la caridad en todos nosotros» (33). «No permitas que nos separemos de ti» (34). «Encontrar la salud del alma y del cuerpo en el sacramento que hemos recibido» (Trinidad). Salud del alma «y del cuerpo». La experiencia de los santos coincide con lo que la oración litúrgica expresa como efecto propio de la comunión. Santa Teresa, por ejemplo, da frecuentes testimonios de este efecto inefablemente benéfico de la comunión eucarística en su salud corporal, habitualmente tan mala: …«llegándome a comulgar, queda el alma y el cuerpo tan quieto, tan sano y tan claro el entendimiento», etc. «Y tengo experiencia de esto, que son muchas veces, al menos cuando comulgo, ha más de medio año que notablemente siento clara salud corporal» (Cuenta de conciencia 1,31: octubre-diciembre 1560). La Beata Ana Catalina Emmerich (1774-1824), estigmatizada, y tantas veces en una situación verdaderamente agonizante, «revivía» cuando le era administrada la comunión, y recuperaba su estado normal de temple y de habla. Éstos y otros preciosos efectos que la Iglesia pide al Señor con audacia y confianza en la oración postcomunión –como también los pide en la oración colecta y la del ofertorio– son los que la Eucaristía causa de suyo en nosotros, según Dios lo quiera, si no ponemos impedimentos a la acción del Cristo, que se une sacramentalmente a nosotros con pan y medicina celestial (cf. Catecismo, frutos de la comunión: 1391-1398). José María Iraburu», sacerdote fuente infocatolica.com